Primer premio del II Certamen Literario José Nicolás Pascual Herrero 2024
Relatos sobre la España vaciada
Hay cartas que tardan en llegar
El hallazgo
Magaña, agosto 2024
Hoy tocó milagro. Lo diré rápido para no angustiar a nadie. De repente algo me impulsó a subir al soberao, aunque puedo asegurar que no es una operación sencilla porque esta casa que mis padres han heredado de no sé qué tatarabuela en un pueblo de la Castilla profunda debe tener unos mil años o así y para andar por ella es imprescindible llevar brújula y equipo de escalada.
Lo más atrayente que tiene es la habitación de la última planta a la que por aquí llaman soberao que viene a ser lo que en mi urbanización la gente fina llama desván. Sólo se puede ver una triste bombilla, montones de cachivaches y muchísimo polvo acumulado por los siglos de los siglos, pero nunca se sabe qué se podría encontrar allí y ese misterio es lo que la hace más atrayente.
Para subir al soberao, además de la brújula, el arnés y los mosquetones, son necesarias unas buenas piernas, mucho valor y algo de temeridad, no tanto por los ratones que barrunto que andan escondidos por todos los rincones, ni por esa oscuridad a la que nunca podrá imponerse la triste bombilla que cuelga de un clavo super oxidado, sino por el terror que provocan los quejidos y lamentos de los escalones, suelos y vigas de madera del año catapún que parecen estar avisándote que, de un momento a otro, van a dimitir de su centenario trabajo sosteniendo el tejado y van a desplomarse sobre mi cabeza derrumbando la casa, los pocos muebles que aún permanecen en ella para sepultar de camino la memoria de los que han vivido en ella durante generaciones y generaciones.
No es la primera vez que, pasando de las tenebrosas advertencias de mis padres, realizo esta expedición en busca de algún tesoro escondido luchando entre el Magaña, agosto 2024 temor a la aparición de cualquier repugnante bicho y la curiosidad por descubrir algo desconocido, pero si no tienes cobertura para el móvil, ni internet, ni colegas cercanos comprenderás que con algo hay que matar el aburrimiento.
Así que me he envalentonado y he decidido subir otra vez no sin antes hacer mucho ruido para ahuyentar posibles enemigos sean ratones o sean fantasmas. He movido muebles, he apartado herramientas que no había visto en toda mi vida, me he golpeado la cabeza dos o tres veces y de repente, zas, en un rincón entre el techo y la última viga algo ha llamado mi atención. Era una caja de cartón cubierta por una espesísima capa de polvo y suciedad acumulada en no se sabe cuánto tiempo.
Con dificultades y con mucho temor ante un posible ataque de un ratón he logrado extraerla de su escondrijo. He conseguido serenarme y la he bajado del soberao con precaución por si se rompía lo que hubiera dentro. La he abierto con muchísimo cuidado y he descubierto su contenido. Una carta es lo que guardaba la caja. Tras pensarlo mucho, algo así como dos o tres décimas de segundo, la he abierto firmemente convencida de que esa carta viene dirigida a mí. No me preguntéis por qué, pero mi intuición me dice que esta carta pudo haber sido escrita por mi tatarabuela y ha estado oculta durante una eternidad hasta ser descubierta por la persona en el momento adecuado.
Decidida y sin reparos ni remordimientos, me he encomendado a dios y al diablo y ahora estoy en la mesa de la cocina intentado descifrarla a toda prisa y transcribirla a mi tablet, no porque no sea legible su letra pequeña y redondeada, sino porque el papel sobre el que está escrita parece incapaz de aguantar mucho más el paso del tiempo y, como el resto de la casa, pueda desmoronarse, volatizarse o esfumarse para siempre.
La carta
Magaña, marzo 1855
Ha vuelto a nevar. Como si no lo hubiera hecho nunca, como si fuera la primera vez. Han amanecido cubiertos de nieve las calles, los tejados, las eras, los corrales y los chopos de las riberas del río y aunque, no puedo verlos desde mi ventana, seguro que el castillo, la iglesia de San Martín y el puente de piedra del Barruso también estarán como pintados de blanco, pero no con esa blancura resplandeciente que se ve en las montañas y en los pueblos de las postales de lugares lejanos que tiene la mujer del alcalde en su cocina, sino con la suciedad que ha ido dejando el paso del rebaño de las cabras que ha ido recogiendo de todas las casas el tío Ambrosio al que le toca este mes ir de pastor.
Nada más levantarme de la cama ha sentido en mi carne los cuchillos del frío como si hubiera estado toda la noche en medio de una cellisca. He lamentado enseguida que, aunque el calendario se empeñe en anunciar que la primavera está al caer, no se dan por aludidas las heladas y nevadas y no nos quieren abandonar. Me he acercado al hogar y he reavivado el fuego arrimando algo de la leña que me queda.
¡Qué largo, duro y triste me está resultando este invierno!¡Qué difícil soportarlo con esta soledad, con este frío y con la poca leña que pudo acarrear mi marido desde la dehesa y amontonar en las bardas del corral antes de marchar para Andalucía! Allí desde hace dos meses está recogiendo aceitunas en esas fincas que dicen que son tan enormes que ni el ojo del águila puede abarcar. Todo sea por unas pocas monedas con las que matar el gusanillo del hambre de la familia, pero cuánto le echo en falta.
Tampoco puedo contar con la ayuda de ninguno de mis dos hijos a los que hicieron leva forzosa para mandarlos de soldados a esas malditas guerras. Del mayor sigo sin tener noticias desde que marchó hace ya cuatro años a esa lejanísima América para luchar, dicen, contra esos sublevados que estarán peleando por lo que es suyo, mientras que ningún magañés tiene algo suyo allí, pero algo tendrá la reina que tema perder: una mina de oro, un barco cargado con plata o una plantación de tabaco, pero no es el caso de mi hijo que allí sólo encontrará el tifus, la fiebre amarilla, el veneno de una serpiente o la flecha de un indio.
Y al otro hijo también lo arrastraron las levas reales. Trató de justificar el alcalde el que me dejaran sin hijos varones “por la mucha necesidad de soldados que urge a la reina por las guerras emprendidas por los enemigos de la patria” y ahora está guerreando por las tierras navarras en una nueva rebelión de los carlistas. Ya tendría que explicarme se nos dará a nosotros que el rey de España sea el Pretendiente don Carlos o que sea la reina Isabel.
De ninguno de los dos tengo noticias porque ninguno me escribe, no por desidia sino porque no saben de letras, que son pocos por aquí os que tienen ese conocimientos siendo mi hermana María, mi prima Dominga y yo las únicas excepciones a la regla por obra y gracia de un curita coadjutor al que mandaron por aquí que decía aburrirse y dio en enseñarnos a las tres para combatir ese tedio que sólo los curas y los ricos pueden tener porque los demás no podemos ser tediosos por los muchos trabajos que no nos permiten aburrirnos. Unos días en la era y otros en la sacristía fue el buen cura el que nos enseñó a las tres hasta que lo destinaron de titular a otro pueblo.
Mucho dio que hablar esa manía del cura en enseñarnos, sobre todo por hacerlo con tres niñas, porque decían que el único destino natural de las mujeres está en la cocina, en el huerto, en el corral o en la iglesia ya que todo lo demás no está hecho para nosotras.
Sea porque, tuvieran razón y yo haya salido diferente de los demás del pueblo, o sea porque tengo la sangre envenenada con lo de tenerme secuestrados a mis dos hijos habiéndome dejado sola sin más ayuda que la que puede darme mi otra hija a la que poco puedo pedir porque ya tiene suficiente peso con sacar adelante su casa, su marido y sus hijos, el caso es que cuando oigo los runruneos en los corrillos no me callo y entro en discusiones con algunos.
Que van diciendo los hombres que Magaña no es el centro del mundo; que ya no puede vivirse con lo que poco que da esta tierra; que el ganado entre el moquillo, las fiebres y el poco pienso apenas aporta más que un cuartillo de leche y algo de carne magra para hacer unos raquíticos chorizos y morcillas; que la tierra está tan dura con las heladas que apenas deja entrar al arado más de dos o tres dedos; que cuando no es el hielo, es la tormenta o la sequía para terminar concluyendo que para morir de hambre aquí sería mejor juntarse en cuadrillas para ir a segar a Andalucía, o a las minas en las Vascongadas o emigrar a Cuba mientras aquella sea tierra española.
Los escucho pero no lo comparto y les digo a todo el que quiere oírme que Magaña no será el centro del mundo, pero que aquí me vengo despertando desde hace muchos años oyendo las campanas de San Martín, que cuando me entra el desespero voy a la ermita y me consuelo rezando dos avemarías a la Virgen del Barruso, que aquí están las tres piezas y el huerto que destriparon hasta herniarse mi padre y mi abuelo para dar de comer a todos sus hijos y nietos y que, sobre todo, yo no podría marcharme dejándolos abandonados allí en el cementerio que hay junto a la iglesia con los dos niños que se me llevaron las malas fiebres y que nos estarán esperando.
Bien tengo presente que los hombres de esta casa, como otros muchos, ya no están aquí y difícil será que vuelvan, pero nosotras no podemos hacer eso porque ¿quién cuidará esta casa que levantaron mis antepasados con sangre y sudor? ¿quién recordará los nombres que pusimos a las personas, a los animales y a las cosas? ¿quién llamará Verducea a la Virgen, Alhama al río o Reajo al barranco?
Todo esto quiero dejarlo escrito antes de que hayamos perdido nuestra memoria y nuestras raíces para convertirnos en frágiles florecillas voladoras que mueven los aires a su capricho de aquí para allá y para que algún día lejano alguien sepa que sólo abandonamos estas tierras cuando los malos vientos y los peores gobiernos nos llevaron a todos a llorar frente al mar.